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Hace unas semanas, el gran periodista Pedro Simón publicaba una columna de opinión sobre los catetos de la España llena que desembarcan en verano, cual desembarco de Normandía, en los pueblos. Me reí con la columna porque no me costó identificar e incluso a veces, identificarme, con esa persona de la capital que llega al pueblo y tan pronto se queja del calor (como si en su Madrid de julio con 40 grados a la sombra no hiciera calor), como de la poca velocidad de Internet. El caso es quejarse, que si no, no seríamos españoles.

Soy un mix de hija de emigrantes que nació en París y se crió entre ciudades, yendo al pueblo los veranos de mi niñez y adolescencia. No me cuesta reconocer hoy ese pueblo de Las Hurdes en el que recalábamos cada verano: poco ha cambiado, o quizás sí, quizás haya cambiado mucho y yo no me percate porque tenga congelados esos recuerdos infantiles.

Antes había muchas moscas, debido a los corrales del ganado, y muchos más niños, yo entre ellos, jugando en las calles. Hoy ya no hay moscas, porque apenas queda ganado. Por no haber, no hay casi habitantes. Antes hubo tiendas, como la de Manuel, en la que por 25 pesetas podías comprarte chuches y sobres sopresa, con más chuches. Y bares y las fiestas del verano.

Hoy ya no queda nada de aquello, este año ni siquiera abrió el chiringuito del río, ese río antaño domesticado y hoy asalvajado, tomado por hierbas y arbustos, que más parece que estamos en la Amazonia, según qué tramos miremos, que en Las Hurdes. Lo que sigue habiendo es la misma calma y similar cielo estrellado que casi parece aplastarte (las estrellas es algo que en la capital, vemos poco). El año pasado mis hijas jugaban en la calle, en la puerta de casa (el lujo, a mi entender, es esto y no un resort todo incluido), y llegada la noche, veíamos una película infantil en esa misma calle, en un improvisado cine de verano con proyector y sábana blanca.

Irse al pueblo en verano es básicamente redescubrir el placer de las pequeñas cosas, esas que se diluyen en el trajín cotidiano del vertiginoso ritmo de las ciudades.

Es curioso cómo vemos el mundo cuando somos niños y cómo permanecen esos recuerdos, que damos por fidedignos. Mi abuela murió cuando tenía yo 9 años, pero recuerdo su pelo recogido en un moño y ella siempre vestida de luto, pero sonriente, muy sonriente. También recuerdo los desayunos que me daba en su cocina, situada en la parte superior de la vivienda y a la que se accedía por una escalera bastante incómoda por la que dicen que una vez tiré a mi primo porque tenía celos, que parecía que mi abuela le quería más a él que a mí, que solo me veía en verano cuando veníamos de Francia. Sinceramente no recuerdo el episodio pero si le tiré, fijo que se lo merecía.

Lo que significa irse al pueblo en verano
Los abuelos idealista/news

La casa de mis padres en el pueblo también tuvo la cocina en la parte superior. Abajo, en la entrada, estaba la bodega, o lo que antes fue el sitio para el ganado. En la planta intermedia estaban las habitaciones, entre las cuales había una especie de descansillo con una palangana con agua en la que asearse por las mañanas. Curiosidades de la mente, no recuerdo dónde estaba el baño pero sí que en los primeros años tras comprar la casa, estaba fuera de la misma.

La planta donde más vida se hacía era la superior, la cocina. Los arquitectos de estas casas, aún hay muchas con esta distribución por nuestros pueblos, situaban arriba la cocina porque allí mismo se secaban, colgados de las vigas de madera, los chorizos que se hacían con la matanza del cerdo. Podría pensarse que era una planta fría pero no era el caso porque daba gusto estar allí con el calor del hogar.

En ese fuego que encendía el primero que amanecía (solía ser mi padre), se hacía el café de puchero (una delicatesen que ya querría para sí las cápsulas actuales), las tostadas de pan de pueblo y la comida del mediodía. Justo al lado de la cocina, mis padres tenían el sobrao, el desván, que como su nombre indica venía a servir para almacenar todo lo que sobraba. Se accedía a través de una vieja puerta de madera, todo era viejo en aquella casa, y a mí ese espacio me generaba entre miedo y curiosidad. Miedo porque era un lugar espacioso y estaba únicamente iluminado por una ramplona bombilla. Curiosidad porque allí mis padres guardaban un par de baúles con multitud de tesoros en su interior.

Tesoros a los ojos de un niño, que a mis padres no debieron parecérselo cuando hicieron la obra de la casa y lo tiraron todo abajo. No sirvió de nada que mi hermano y yo les pidiéramos que respetasen esa estructura, que no tirasen esas vigas de madera ennegrecidas de las que colgaron chorizos… Ni siquiera sobrevivió el baúl del sobrao. Imagino que mis padres, que apenas fueron a la escuela y conocieron penurias, querían romper con su pasado. Y qué mejor forma de romper con éste que deshacerte de todo lo que te recuerda que un día pasaste hambre… Conseguí rescatar, y aún la conservo, la cesta de mimbre donde mi abuela guardaba las perrunillas y mi hermano se quedó con un par de candiles. Poco más quedó de aquella casa, salvo nuestros recuerdos infantiles.

Pero volvamos a la casa de mi abuela y a sus desayunos: ella me daba un rebosante tazón de leche con café y unas galletas rectangulares que se me antojaban enormes. Enormes las galletas y descomunal la caja de cartón en la que venían. Quizás no fuesen tan grandes, pero a mí me lo parecían, sentada en aquella silla, desayunando en la mesa con la abuela trajinando entre los cazos. Quizás ese tamaño que ha perdurado en mi memoria sea imaginario, como lo son las calles de las que habla Sergio del Molino en su obra La España vacía: viaje por un país que nunca fue.

Lo que significa irse al pueblo en verano
La casa de mi abuela idealista/news

El año pasado tuve la oportunidad de volver a entrar en esa casa, que se ha conservado como tal, la utiliza mi tío como bodega. Es una morada de anchos muros de piedra, pequeñas ventanas, fresca, humilde..  Es extraño, no recuerdo dónde estaba el dormitorio, solo recuerdo la cocina, a la que me dirigí en cuanto crucé la puerta.

Qué sensación tan extraña me invadió al entrar: reconocí el armario de la cocina, que mi tío ha tenido a bien conservar, pero el espacio me pareció pequeño. No es que me pareciera, es que en realidad no debía tener más de 3 o 4 metros cuadrados y sin embargo, en mi recuerdo de infancia, ¡era tan grande! Como aquel humeante tazón de café con leche.

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2 Comentarios:

David
23 Agosto 2019, 10:22

Bonito texto. Nostalgia del pasado.

CH
23 Agosto 2019, 23:12

Lu porqué no dicis el nombri del pueblu?
Buen textu

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