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Guastavino y Guastavino: los arquitectos españoles que cambiaron la forma de construir en Nueva York
Grand Central Station Pixabay

Rafael Guastavino llegó a Nueva York sin hablar inglés, acompañado de su hijo y de su amante. Construyó una bóveda en la calle 68 y le prendió fuego, delante de la prensa, solo para demostrar que sus construcciones eran ignífugas. Su empresa quebró y volvió a resurgir de sus cenizas. Su hijo siguió con su legado y participó en algunos de los edificios más emblemáticos de Manhattan.

No es la primera vez que a un español/a se le conoce y reconoce más fuera de nuestras fronteras que dentro de ellas. Esto no es nuevo, ¿verdad? Por motivos de diversa índole, muchos de ellos históricos, el caso es que a los españoles nos cuesta reconocer lo bueno que somos en tal o cual materia y a esto se le junta que al señor de la calle siempre le parecerá mejor, vaya a saber por qué, este producto fabricado por una empresa de nombre extranjero (si es rimbombante, mejor) que si es por la empresa del polígono de las afueras de Lorca, por poner un ejemplo.

El último libro de Andrés Barba, Vida de Guastavino y Guastavino (Anagrama) pone de actualidad las figuras de un padre y su hijo, ambos arquitectos, que cambiaron la forma de construir y la fisionomía de algunos de los edificios más emblemáticos al otro lado del Atlántico. Y, salvo que seas un hacha de la arquitectura, quizá no hayas oído hablar nunca de ellos, porque, ¿sabías que las principales universidades como Harvard, Yale, Cornell tienen bóvedas del arquitecto español que además trabajó para grandes fortunas de la época como los Astor, los Rockefeller o los Vanderbilt?

Barba va hilando la vida de Guastavino, padre e hijo (aunque como bien dice, “no importa cuán documentado esté un texto, toda biografía es inevitablemente una ficción”) haciéndonos partícipes de sus fracasos y de sus múltiples logros en EEUU. El valenciano Rafael Guastavino viajó hasta Nueva York en 1881, sin hablar una palabra de inglés, con 40.000 dólares en el bolsillo (procedentes de una estafa, para venir a perpetuar esa imagen del español pícaro), acompañado de su amante y de sus hijos.

Era el cuarto hijo de una familia con 14 hermanos: pasó su infancia cerca de la Lonja de la Seda de Valencia y su tatarabuelo fue el constructor de la iglesia de San Jaime de Villarreal, en Castellón.

Cuando Guastavino llega a Nueva York le resulta una ciudad inhóspita y no solo a él: el arquitecto Leopold Eidlitz describe la arquitectura de la ciudad como “el arte de cubrir un objeto con otro para imitar a un tercero que tal vez habría podido considerarse original si no hubiese resultado indeseable”.

Tras trabajar como dibujante, en 1887 Guastavino consigue sus tres primeras patentes para la construcción de edificios ignífugos. Afirma Barba en su libro que “Guastavino se apropia de un sistema empleado desde hace siglos para cubrir naves de iglesias, hacer forjados y escaleras”.

Esas bóvedas se irán repitiendo en bancos, iglesias, gimnasios, bibliotecas, estaciones de tren, casas privadas, bajos de puentes… El arquitecto, para demostrar a todo el mundo que sus construcciones son ignífugas, llegó a construir una bóveda en la calle 68 para deleite de la prensa y de los agentes de seguridad del municipio. Aquello sucedió el 2 de abril de 1897: “Hace la mayor valencianada de la que se tiene constancia en las calles de Manhattan: le prende fuego y la hace arder durante cinco horas”, cuenta Barba en su libro.

Guastavino llegó a abrir su propia fábrica de ladrillos y azulejos para acabar con la dependencia de terceros. Su empresa quebró, volvió a renacer, su hijo tomó los mandos. Una apasionante vida, o así nos lo parece, en la que uno y otro, padre e hijo (este se hizo cargo del negocio familiar en 1908), se encargaron de dejar su impronta en algunos de los edificios más emblemáticos de Nueva York y otras ciudades: la catedral de St. John the Divine, Central Station (diseñó todos los accesos laterales subterráneos y el espacio de lo que ahora es el Oyster Bar), el puente de Queensboro, la entrada de Carnegie Hall, la estación Pensilvania de Manhattan, el Museo de historia natural, la estación de inmigración de Ellis Island, la cúpula del capitolio de Nebraska…

El estudio de arquitectura más importante de la época, McKim Mead & White lo contrató para construir las bóvedas de la biblioteca pública de la ciudad. En definitiva, es difícil pasear hoy por Nueva York sin pasar por debajo de una de sus bóvedas.

Como curiosidad final: bajo el puente de Queensboro hay un salón de fiestas y eventos llamado Guastavino’s.

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