Barcelona está llena de edificios “imposibles” que se encajan como piezas de Tetris entre manzanas. Más allá de la postal modernista, hay fincas tan finas que parecen una línea en el plano. Estos inmuebles nacieron en solares sobrantes, en parcelas que nadie quería y que, con la presión del crecimiento urbano, acabaron convertidas en viviendas con proporciones insólitas. Son piezas de arquitectura de resistencia que hoy sorprenden tanto a los barceloneses como a los visitantes. Hemos rastreado los casos más llamativos -y visitables desde la calle- para entender cómo se construyeron y qué supone habitarlos en pleno siglo XXI.
El caso más extremo y mediático se encuentra en el carrer Sepúlveda, 153, en pleno Eixample. A primera vista, pasa desapercibido: una persiana metálica de local y un volumen mínimo entre dos bloques. Pero tras esa fachada hay una vivienda con apenas 1,5 metros de ancho, lo que la convierte en la más estrecha de la ciudad. Durante años circuló el rumor de que no tenía puerta de acceso; de hecho, los vecinos aseguraban que se comunicaba por dentro con el aparcamiento de la calle Casanova, 23.
Esa aura de misterio la convirtió en protagonista de varios reportajes y en objeto de curiosidad fotográfica. Hoy sigue generando preguntas: ¿quién vive en un espacio así? ¿cómo se organiza la vida en habitaciones de apenas dos metros de ancho? Lo cierto es que es un ejemplo paradigmático de cómo la ciudad exprimió hasta el último resquicio edificable.
Más conocida entre los amantes del modernismo es la Casa Fajol, en el número 20 de la calle Llançà, en la Nova Esquerra del Eixample. Aunque no es la más delgada, su fachada estrecha y vertical resulta llamativa en contraste con los grandes edificios que la rodean, incluido el centro comercial Arenas. La finca, construida a principios del siglo XX, muestra cómo los arquitectos de la época lograban dar dignidad y ritmo a parcelas mínimas mediante balcones alineados y proporciones alargadas. Hoy pasa algo desapercibida para el transeúnte, pero sigue siendo un ejemplo de esa Barcelona que creció ajustándose a cualquier hueco disponible, y que convirtió la limitación en estilo arquitectónico.
Otro caso sorprendente está en el casco antiguo de Sant Andreu, donde un estudio de arquitectura transformó una casa de solo 3,7 metros de fachada en una vivienda familiar contemporánea. La clave fue reorganizar los espacios alrededor de una escalera central que actúa como columna vertebral, generando luz natural y continuidad visual. El resultado, obra del arquitecto Jordi Antonijoan Roset (Ferrolan LAB), combina garaje, zona de día y dormitorios en un volumen que, pese a sus dimensiones, se siente amplio y fluido. Es la prueba de que incluso los solares más estrechos pueden actualizarse y ofrecer calidad de vida si se repiensan con ingenio. Estas intervenciones demuestran que la estrechez no es un límite infranqueable, sino un reto creativo.
Más allá de estos ejemplos, Barcelona está llena de fachadas mínimas escondidas en Ciutat Vella o el Raval, donde antiguas parcelas medievales se dividieron en tiras alargadas. En muchos casos, las casas estrechas eran solución para familias humildes, que accedían a solares de bajo coste y levantaban viviendas en vertical. Con los años, esas piezas se revalorizaron por su ubicación y su carácter único. Hoy, un estudio en uno de estos inmuebles céntricos puede superar los 250.000 euros, y un ático rehabilitado fácilmente roza los 400.000, cifras que contrastan con la modestia original de estas construcciones.
Uno de estos ejemplos es la Casa del Verdugo, en plena plaça del Rei del Gòtic. Es una construcción mínima, adosada entre la capilla de Santa Àgueda y la Casa Padellàs, que durante siglos pasó inadvertida por su fachada angosta y discreta. La tradición popular asegura que fue la residencia del verdugo de la ciudad, lo que aumentó su misterio, aunque hoy forma parte del conjunto del Museu d’Història de Barcelona y su acceso está sellado con cristal. Más allá de la veracidad de la leyenda, la “casa del verdugo” simboliza cómo Barcelona supo aprovechar hasta los rincones más insólitos de su trazado medieval.
Vivir en un edificio de tres metros de ancho no es cómodo para cualquiera. Los pasillos estrechos, las habitaciones alineadas en fila o la falta de luz son limitaciones reales. Pero quienes los habitan destacan otro tipo de valor: la singularidad, la sensación de vivir en una pieza irrepetible y la conexión con la historia de la ciudad. Son inmuebles que condensan la esencia de Barcelona: una urbe que, cuando no pudo expandirse más, aprendió a crecer sobre sí misma y dejó como herencia algunos de los edificios más curiosos de Europa.
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