La historia empresarial española más reciente está plagada de ejemplos de ideas locas a las que nadie puso freno.
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Desfile
Desfile Pixabay

Hace años, cuando llegué a Madrid, mi entonces pareja me preguntó si podíamos invitar a un rumano que trabajaba en su equipo, porque no tenía familia en España y se acercaba la Navidad e iba a tener que pasar solo esa noche. Por supuesto, respondí, se hace comida para uno más y ya está.

La noche de marras el rumano, un tiarrón que parecía un armario de dos puertas abierto, se presentó en nuestro pequeño apartamento con puntualidad británica: apenas cabíamos nosotros en el comedor, no te digo con aquel señor tan grande. Consideró el buen hombre que debía traer un presente, signo inequívoco de buena educación, y nos regaló tres figuras de los reyes magos casi de tamaño natural, que no podían ser más feas y más grandes. Como diría mi madre, lo que importa es la intención.

Resultó que, en su Rumanía natal, este hombre había sido entre otras cosas tenor en una ópera y doy fe, como amante de este arte, que tenía dotes y una voz impresionante, porque estuvo entonando varios arias durante la velada para gozo nuestro y de los vecinos. También había ejercido como pelagatos, entiéndase como tal a un señor que, cuando hay hambre, desuella a los mininos para comerlos posteriormente. Esto me lo contaba con mi gata Kenia paseando por el salón y yo rogando mentalmente y sin que se notase porque hubiera perdido aquella horrible costumbre y no quisiese enseñarnos cómo hacerlo. Pero lo que más recuerdo de aquella entretenida noche fue una anécdota que relató de la época de Nicolae Ceausescu. De Ceausescu, la Wikipedia nos dice que fue un dictador desde 1967 hasta que le ejecutaron en 1989 y en esa breve frase se resume de forma muy gráfica y clara su vida. Poco se dice de las desgracias a las que sometió a su pueblo, aunque con lo de dictador uno lo puede imaginar, ni que le gustaban las cosas grandes: tuve oportunidad de recorrer su palacio presidencial poco antes de que Rumanía entrase en la UE y recuerdo que algunos salones me recordaban a un campo de fútbol, dado lo infinito de sus muros.

Pero volvamos a nuestra escena navideña: resulta que iban a honrar al jefe del estado, el dictador de marras, con un desfile que tendría lugar en una avenida. No sé muy bien el motivo del desfile y cuando se trata de dictadores, es casi lo de menos, pero resultaba que dicha arteria no era la de Unter den Linden de Berlín porque en aquel páramo rumano no había árbol alguno. Era un erial. A alguien se le ocurrió entonces lo que debió parecerle una genial idea: cortar unos cuantos árboles de otro sitio y colocarlos en parterres en la avenida como si tal cosa, como si hubiesen estado allí desde hace años.

Todo fue muy bien hasta que el desfile, por razones que no sabemos, se iba retrasando. Y pasaban las semanas y claro, aquellos árboles talados se iban secando y el marrón iba apareciendo en sus otrora verdes hojas. Para cuando se fijó el día del desfile los árboles estaban más secos que la mojama. ¿Cómo lo solucionaron? Pues con pintura verde y soplete de pintar: un operario de turno, siempre hay un operario que hace el trabajo sucio, se fue subiendo a los árboles a tintar sus hojas de verde y todos contentos. Sobre todo Ceausescu, que era el agasajado.

Uno puede asistir a desfiles de Ceausescu en diferentes ámbitos, no hace falta vivir en una dictadura para ser testigo de hechos absurdos, ridículos, que rozan el paroxismo. Es más, ni siquiera hay que viajar muy atrás en el tiempo para encontrar otros ejemplos de desfiles de Ceausescu. Por ejemplo, en la salida a Bolsa de Parques Reunidos, la empresa que aglutina diversos parques de atracciones y zoos, a alguien (del mismo equipo de aquél que decidió talar árboles en Rumanía) se le ocurrió la genial idea de llevar un paquidermo a la madrileña Plaza de la Lealtad, sede de la Bolsa. Corría el año 1999 y España iba bien, o eso creíamos… La empresa se llevó un paquidermo, de nombre Clarisa, hasta la céntrica plaza para llamar la atención de inversores y público en general y vaya si lo hizo. Dicen que incluso pretendían hacerla entrar en el edificio histórico de la Bolsa pero alguien no afectado por ese viaje lisérgico debió comentar que eso no se podía hacer. Menos mal… El caso es que el pobre animal se asustó, quién lo iba a decir, con el ruido de los coches y acabó destrozando una farola y una señal de tráfico hasta que lo durmieron con dardos somníferos: en las noticias de la época podemos ver a la pobre Clarissa tirada en el suelo soñando quizás con tocar la campana de la Bolsa…

Pero hay más ejemplos de ideas locas cuyo objetivo es la felicidad efímera de alguien todopoderoso, llámese dictador o presidente de una gran empresa. Unos años después, antes del estallido de las tecnológicas, un magnate valenciano de una inmobiliaria, una de las primeras en caer (porque todo lo que sube muy rápido cae estrepitosamente también, ya deberíamos saberlo) presentó su Fundación en Nueva York invitando a paella a 20.000 personas. Hasta ahí nada que decir sino un aplauso: nunca hay que olvidar sus raíces y hay que compartir la cultura gastronómica de los orígenes. Pero este es, permítanme, otro ejemplo de desfile de Ceausescu: no se talaron árboles ni se pintaron hojas de verde pero sí se llevaron hasta el otro lado del Atlántico todos los ingredientes necesarios (el arroz, las judías, la sal, el pimentón, el aceite de oliva virgen extra (247 litros, no queremos imaginar el precio que tendría eso a día de hoy). Y, por supuesto, el agua y la leña. Han leído bien: el agua y la leña para cocinar el plato típico de Valencia. Más de 4.000 litros de agua valenciana llegaron a Nueva York en barco. Incluso la leña, porque ya se sabe que si no se hace con agua y leña valenciana el arroz no sabe igual: para pasar la aduana tuvieron que fumigarla.

Lo único que no vino de España fue el pollo, porque por temas de restricciones sanitarias en EEUU, los 5.000 kilos de pollo tuvieron que ser comprados en Nueva York, para alegría de los comerciantes locales.

Como ocurrió en Rumania, a alguien este desmadre le pareció bien. Y nadie, por temor a represalias (ponga aquí perder la vida si hablamos de una dictadura, perder el trabajo o quedarse sin un plato de paella que viene a ser casi lo mismo), frenó la idea loca. La empresa se llamaba Astroc, se fue al garete a los pocos años y creo que el fundador anda por América Latina, improvisando quizás, otras paellas.

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