Hoy en día tener una vivienda en propiedad parece un sueño irrealizable para gran parte de la población, pero vivir de alquiler tampoco es accesible. De hecho, el número de personas sin hogar en España ha aumentado un 25% en los últimos 10 años, según los últimos datos del INE y que pertenecen a 2022. A finales de 2025, la cifra podría ser superior.
Según Provivienda, entidad sin ánimo de lucro especializada en vivienda y exclusión residencial, 4 de cada 10 hogares se empobrecen al pagar el alquiler y el 60% de los hogares tienen algún problema de vivienda.
Por otro lado, según la Red Europea de Lucha contra la Pobreza, el 25,8% de la población en España, es decir, 12,5 millones, se encuentra en riesgo de pobreza. Más de cuatro millones de personas en España viven con menos de 644 euros al mes.
Con presupuestos así parece que el número de personas sin hogar va a aumentar exponencialmente en los próximos años, salvo que se empiecen a materializar soluciones. Algo que parece improbable, pues la vivienda se utiliza como arma arrojadiza entre los partidos políticos y al quedar gran parte de poder de decisión y actuación en las autonomías cualquier proceso se lastra enormemente.
Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Hay solución? ¿Qué se podría hacer para paliar los problemas de vivienda? Para conocer estas y otras respuestas, idealista/news ha tenido la oportunidad de entrevistar a Gema Gallardo, directora general de Provivienda.
Para empezar, hay quién se pregunta por qué existe distinción entre el término ‘sin hogar’ o ‘sin techo’, ¿no significan lo mismo?
‘Sin hogar’ es un término más amplio, que abarca distintas situaciones. Incluye, por ejemplo, a personas que viven en lugares indignos o inadecuados, que no reúnen las condiciones mínimas de dignidad o habitabilidad.
Por otro lado, ‘sin techo’ se refiere de manera más específica a quienes viven en la calle o en alojamientos temporales. A veces ambos términos se usan como sinónimos, pero en realidad hay matices. La Federación Europea de Entidades que Trabajan con Personas sin Hogar (FEANTSA) elaboró una clasificación que distingue los distintos grados de exclusión residencial. Todas esas situaciones tienen en común la falta de una vivienda digna, segura y asequible, pero existen muchos niveles dentro de esa realidad.
Hablamos desde personas que llevan años viviendo directamente en la calle, hasta otras que habitan en alojamientos inseguros —por ejemplo, quienes alquilan una habitación sin contrato—, o quienes residen en asentamientos chabolistas o en infraviviendas dentro de edificios. Es una clasificación bastante exhaustiva que busca reflejar la diversidad de situaciones que puede atravesar una persona en situación de sinhogarismo.
En España hay unas 28.552 personas sin hogar, según el INE (2022). ¿Ha aumentado esta cifra hasta finales de 2025?
Antes de nada, es importante tener en cuenta que el INE contabiliza principalmente a las personas atendidas en recursos públicos. Esto deja fuera a muchas otras, especialmente a quienes viven directamente en la calle, porque resulta muy difícil contabilizarlas. Algunos ayuntamientos realizan recuentos nocturnos, pero son pocos, y no se hacen de forma estandarizada ni sistemática, por lo que no es posible comparar datos entre municipios.
Sobre las personas que viven directamente en la calle existe un vacío de información importante. El INE basa su encuesta en formularios enviados a centros y servicios públicos de atención, así que el alcance de esos datos es necesariamente limitado.
Pero la sensación general —no sé si tú también la tienes— es que cada vez hay más gente en esa situación, o viviendo en infraviviendas, como edificios vacíos que se ocupan.
Aunque los datos objetivos muestran que, entre la última encuesta del INE y la anterior, el sinhogarismo aumentó un 25%, todo apunta a que esa cifra real es aún mayor. Si ha crecido el número de personas que viven en alojamientos temporales —que son las que contabiliza el INE—, es lógico pensar que también ha aumentado la población que vive en la calle o en espacios no habilitados para la vivienda.
Estas encuestas del INE se hacen cada 10 años, ¿crees que deberían realizarse con más frecuencia, por ejemplo, anualmente?
Las encuestas del INE sobre vivienda se realizan cada 10 años, un intervalo considerado excesivo dado lo rápido que cambia la situación residencial. Aunque hacerlas anualmente podría ser inviable, una periodicidad bianual permitiría disponer de datos más precisos y actualizados.
La falta de información sólida es un problema general: tanto el censo de población y vivienda como otras fuentes estadísticas son insuficientes, lo que dificulta la planificación de políticas públicas efectivas. Sin datos fiables, las administraciones no pueden identificar los problemas ni diseñar soluciones adecuadas, del mismo modo que una empresa no podría actuar sin analizar sus indicadores.
Como ocurre con los indicadores europeos de pobreza…
Exacto. Por ejemplo, la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN) publica cada año el informe Arope, que mide las tasas de pobreza y exclusión social en todos los países europeos con una metodología común. En España, además, ese indicador se desglosa por comunidades autónomas, lo que permite identificar dónde aumentan la pobreza severa o la relativa, y orientar las políticas públicas en consecuencia.
Contar con indicadores así es fundamental para diseñar políticas focalizadas y basadas en la evidencia. En materia de vivienda y exclusión residencial se está intentando avanzar en esa línea, pero aún queda mucho por hacer.
¿Existe algún patrón común entre las personas sin hogar? ¿Hay factores que expliquen por qué acaban en esa situación, como género, procedencia o historia personal?
No hay un único perfil ni una causa concreta, pero sí un elemento que se repite en casi todos los casos: la falta de redes de apoyo familiares. Las personas que terminan viviendo en la calle suelen tener vínculos muy débiles o inexistentes.
Piénsalo así: si a ti o a mí nos ocurriera algo grave, probablemente nuestra familia o nuestro entorno cercano podrían sostenernos temporalmente. Pero quienes acaban en la calle, por lo general, no tienen esa red.
Las situaciones son muy diversas. Hay personas que han pasado por separaciones difíciles, otras que tuvieron infancias marcadas por la precariedad o que crecieron en sistemas de protección de menores. También hay quienes, por distintas razones o decisiones a lo largo de su vida, se han visto empujadas progresivamente hacia la exclusión. Pero, si hay un factor común, es la ausencia de vínculos afectivos y redes de apoyo sólidas.
A eso se suma, por supuesto, la enorme dificultad de acceder a una vivienda. España es uno de los países europeos con menos parque de vivienda pública: apenas un 3,3%. Y esa vivienda, que debería estar destinada a las personas con menos recursos, no tiene capacidad para cubrir la demanda existente.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Si no se hubieran desclasificado tantas viviendas de protección oficial, ¿estaríamos mejor? Además, los precios de la vivienda protegida hoy en día también se han disparado…
Sí, sin duda eso forma parte del problema. En España se construyó mucha vivienda protegida, y una de sus principales características era precisamente la limitación del precio, tanto en el acceso inicial como en las posteriores transmisiones, ya fuera en venta o en alquiler, Esa regulación permitía mantener un parque de vivienda asequible a largo plazo.
Si esas viviendas no se hubieran desprotegido, hoy contaríamos con un volumen mucho mayor de vivienda con precios regulados, lo que también habría tenido un efecto positivo sobre el mercado libre. Cuando hay un número importante de viviendas protegidas, la vivienda libre tiende a moderar sus precios para poder competir. En aquellos años en que casi la mitad de las viviendas construidas eran protegidas, eso tenía un impacto regulador muy claro.
El problema es que la mayoría de esas viviendas estaban protegidas durante 30 años. Una vez cumplido ese plazo, pasaron al mercado libre, y con ello se perdió una parte esencial del parque asequible.
Además, cuando las competencias en materia de vivienda se transfirieron a las comunidades autónomas, cada una empezó a desarrollar sus propias figuras de vivienda protegida. Algunas fijaron precios mucho más altos —hasta 7,5 veces el IPREM— o redujeron la duración de la protección a solo siete años. Todo esto ha contribuido a debilitar el sistema.
Y, por si fuera poco, en los últimos años se ha construido muy poca vivienda protegida. En realidad, se ha construido poca vivienda en general, pero la protegida es casi insignificante. Todo esto conforma una especie de “tormenta perfecta”.
¿Y ves algún cambio de tendencia en esta cuestión por parte de las administraciones?
Creo que cada vez hay un consenso mayor —más allá del signo político— en torno a la idea de que una vivienda que recibe ayudas públicas debería ser protegida de por vida. No tiene sentido que ese carácter protegido caduque, porque al final es un bien que ha sido financiado por todos y que debería seguir cumpliendo su función social generación tras generación.
Entre quienes tienen la responsabilidad de diseñar políticas públicas, ¿percibes consenso sobre hacia dónde deberían ir las soluciones? Y, sobre todo, ¿cómo crees que se va a resolver el problema de la vivienda en España a corto o medio plazo? ¿Ves una solución real en los próximos 10 , 15 o 20 años?
El problema de la vivienda en España es estructural, lo arrastramos desde hace décadas, y es muy complejo de resolver. Pero eso no significa que no tenga solución.
Creo que, si se alcanzaran consensos amplios y se lograra una verdadera alianza entre todos los actores implicados —administraciones públicas, sector privado, tercer sector y ciudadanía—, podríamos empezar a ver mejoras reales en un horizonte de unos 10 años. No digo que en ese plazo todos los problemas estén resueltos, pero sí podríamos encontrarnos en un escenario bastante mejor que el actual.
En general, hay mucho debate, pero también bastante consenso en el diagnóstico del problema y, en buena medida, en las posibles soluciones. A veces, desde fuera, puede parecer que no lo hay porque el clima político está muy polarizado, y esa polarización no ayuda a abordar cuestiones complejas como esta. Resolver el problema de la vivienda requiere pactos estables, políticas a largo plazo y una visión común que trascienda los cambios de gobierno.
Necesitamos políticas consensuadas, con presupuestos suficientes y con la implicación real de los tres niveles de la administración: el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos.
Además, las políticas deben tener continuidad. Si cada cierto tiempo se cambian las reglas, nunca se llega a ver el efecto de las medidas adoptadas. Y, por supuesto, necesitamos mejorar la recopilación de datos: saber con rigor qué políticas funcionan, qué impacto tienen y en qué medida mejoran el acceso a la vivienda. Sin eso, todo se reduce a debates ideológicos.
También conviene recordar algo que a veces se olvida: la Constitución española no solo reconoce el derecho a la vivienda, sino que obliga a los poderes públicos a evitar la especulación y a garantizar el uso social de la vivienda. Ese mandato debería estar en el centro de cualquier política de vivienda.
Llevo más de 30 años trabajando en este ámbito, y si no tuviera esperanza, sinceramente, dimitiría. Pero la realidad es que estamos ante una crisis muy seria, probablemente una de las más complejas que hemos vivido. Coinciden muchos factores: el número de hogares crece cada año —es decir, cada vez hay más personas que necesitan una vivienda—, pero la construcción no sigue ese ritmo.
El acceso al crédito es cada vez más difícil, tanto para las familias como para las empresas promotoras. Los costes de los materiales se han disparado, la mano de obra cualificada escasea y se está envejeciendo, y la industrialización del sector avanza mucho más despacio de lo que sería necesario. Todo esto configura un escenario muy complicado.
Otro factor importante es la falta de coordinación entre el sistema de formación profesional y las necesidades reales del mercado. No se están formando suficientes profesionales para renovar la mano de obra en el sector de la construcción, lo que agrava el problema.
A eso se suman otros fenómenos recientes, como la turistificación —que está absorbiendo gran parte del parque de vivienda disponible— y la entrada de fondos de inversión que ven en la vivienda una oportunidad rentable. No digo que eso sea necesariamente negativo, pero sí que todos estos factores juntos configuran una combinación preocupante. El resultado es que tanto el acceso a la vivienda como su precio se están disparando a niveles alarmantes.
Lo más grave es que no hemos sabido anticipar esta situación. O bien no fuimos capaces de detectarla a tiempo, o, si lo hicimos, no actuamos con la rapidez necesaria.
¿Vamos hacia otra burbuja u otra crisis?
Por eso, cuando hablamos de una “crisis de vivienda”, hay que matizar que no todas las crisis son iguales. Esta no se parece en nada a la burbuja inmobiliaria de 2008. Es distinta, mucho más estructural y, en mi opinión, incluso más preocupante. Aquella requería medidas urgentes y puntuales; esta exige repensar todo el modelo de política de vivienda.
Necesitamos una política estructural, sostenida y coherente, que implique a los tres niveles de la administración pública. Lo que estamos viviendo ahora es el resultado de años de políticas fragmentadas y de falta de planificación a largo plazo. Es una situación especialmente preocupante. Nunca había visto una combinación de factores tan compleja como la actual.
Ya está en marcha el borrador del nuevo Plan Estatal de Vivienda. ¿Qué crees que debería incorporar para mejorar el acceso a la vivienda y ayudar a los colectivos más vulnerables, especialmente a las personas sin hogar?
Desde Provivienda creemos que el nuevo Plan Estatal de Vivienda es un buen plan y supone una mejora respecto al anterior.Hay varias líneas de trabajo que nos parecen especialmente relevantes. Por ejemplo, mantiene las subvenciones al alquiler para los colectivos más vulnerables: personas sin hogar, mujeres víctimas de violencia de género, jóvenes que salen del sistema de protección, personas con discapacidad…
Estas ayudas las gestionan las comunidades autónomas, y ahí podríamos entrar a debatir sobre su grado de eficacia, porque depende mucho de cómo cada comunidad las despliegue.
Además, el nuevo plan incorpora medidas nuevas relacionadas con el chabolismo y la infravivienda. Que el plan reconozca y aborde también esas realidades es un paso adelante en términos de justicia social y de acceso digno a la vivienda.
El plan también refuerza las ayudas para aprovechar el parque de vivienda existente, destinándolo al alquiler asequible mediante subvenciones a administraciones públicas y entidades sociales sin ánimo de lucro, como Provivienda. En este marco, el alquiler subvencionado se amplía hasta los 7 €/m2.
En Provivienda, por ejemplo, estamos comprando viviendas junto al Ministerio de Vivienda y el Gobierno de Canarias para alquilarlas a familias inscritas en el registro de vivienda protegida, con rentas medias de unos 330 euros al mes. Es una medida eficaz porque ofrece resultados rápidos y pone viviendas bajo control público o social.
El nuevo plan también impulsa el papel de las entidades sociales especializadas como agentes activos y aumenta las ayudas a la rehabilitación, fundamental por el envejecimiento y la ineficiencia energética del parque actual.
Eso sí, necesitamos escala: que las comunidades firmen los convenios y que el programa crezca. Presupuestariamente mejora, lo que genera esperanza.
No es la única herramienta, pero sí una de las más efectivas para planificar políticas públicas. Iniciativas como la de Canarias, donde el alquiler privado medio ronda los 1.000 euros, marcan la diferencia entre poder acceder o no a una vivienda digna.
Hay muchas familias que no pueden pagar 1.000 euros de alquiler, pero sí pueden asumir 330. Al final, eso también significa optimizar los recursos públicos, porque esas familias dejan de depender de los servicios sociales, ¿no?
Así es. Dejan de necesitar plazas en centros de acogida, de recibir ayudas o subvenciones. En definitiva, se reduce la presión sobre otros recursos públicos. Es dinero bien invertido, que genera un efecto positivo en cadena. Lamentablemente, este tipo de análisis rara vez se hace: medir cuánto se ahorra el sistema cuando una familia accede a una vivienda.
¿Cuál es el principal reto al que nos enfrentamos?
Recuperar el consenso es esencial. Para que las cosas funcionen necesitamos cooperación, acuerdos estables y un diagnóstico compartido. El problema de la vivienda no es solo español, sino europeo: por primera vez la UE impulsa un plan común.
Cada vez más personas viven en vulnerabilidad residencial —no solo exclusión, también precariedad—, algo que ya afecta a las clases medias y, especialmente, a los jóvenes. El acceso a la vivienda frena la emancipación, limita los proyectos vitales y deja a muchas familias en una situación económica precaria tras pagar el alquiler o la hipoteca.
Las consecuencias son profundas: se debilita la cohesión social, se fragmentan las ciudades y se rompen las redes de apoyo. La vivienda no es solo un tema económico o urbanístico, sino una cuestión de futuro colectivo. Al verse obligadas a vivir lejos, muchas personas pierden arraigo y vínculos comunitarios. Por eso, la vivienda no puede seguir siendo un campo de batalla ideológica. Necesitamos políticas de Estado y soluciones conjuntas, duraderas y realistas.
La ciudadanía aún no es plenamente consciente del impacto real de esta crisis. Afecta también a la infancia: muchos niños viven en infraviviendas o habitaciones compartidas, sin intimidad ni estabilidad. Cambian de casa y de colegio constantemente, lo que perjudica su salud, su desarrollo emocional y su rendimiento escolar.
La crisis de la vivienda es también una crisis infantil. Es una forma de pobreza silenciosa, menos visible pero igual de dañina, que deja huellas profundas en quienes la sufren desde pequeños.
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