
A veces, la ceguera de los presuntos técnicos acostumbrados a seguir siempre lo escrito en el Libro Gordo de Petete no hace más que asustarnos, y nos genera una desazón a los que entendemos un poco de temas económicos, porque finalmente son ellos los que mandan o los que asesoran a los que mandan. Hace seis meses que avisé de que la inflación no era temporal y de que íbamos a llegar a los dos dígitos y, como es habitual, entre los que predicen que va a ocurrir lo que les interesa, se negó la mayor y se me tachó de pesimista. Es posible que, a veces, vea la botella medio vacía en vez de medio llena, pero la capacidad de evaporación del líquido embotellado suele ser bastante mayor que la de rellenarlo, entre otras cosas porque hay que quitar primero el tapón, y eso a veces no es fácil.
El porqué de no haberme equivocado no se debe a que tenga una bola mágica o a que tire una moneda al aire, sino a que cuando veo un fenómeno económico procuro analizarlo y evaluar los orígenes de este y sus previsibles consecuencias. En particular, el tema de la inflación que nos aqueja no es un asunto sencillo, ni basta con decir que hemos vuelto a la inflación que teníamos en 1985, porque la naturaleza de esta no tiene nada que ver con las tres inflaciones… si, insisto, tres, que nos están afectando ahora mismo.
La primera tiene que ver con la nefasta política del Banco Central Europeo (BCE) con su obstinación de mantener los tipos de interés en negativo durante siete años para favorecer que haya inflación. Bueno, señores, pues ahí la tienen. E increíblemente, siguen sin subir los tipos de interés, al igual que ya han empezado a hacer en la Reserva Federal (FED) y en el Banco de Inglaterra, por no decir el Banco de Rusia, que subió los tipos del 9,5% al 20% en cuanto comenzó la guerra de Ucrania. Esta inflación monetaria, basada en poner el dinero barato y en repartir toda la liquidez que haga falta entre los bancos ha sido la primera fuente de la inflación que padecemos.
La segunda ha sido una inflación de costes, motivada por el incremento del precio de las materias primas que llevamos teniendo desde hace más de un año. Entre estas materias primas tenemos el gas, la electricidad, los metales, los semiconductores, los productos agrícolas, etc. amén de que los costes del comercio marítimo se han multiplicado por cuatro. Esta inflación tiene unas obvias razones oligopolistas, y se asemejan a lo ocurrido en 1973 con la crisis del petróleo, cuando la OPEP, actuando como cártel, incrementó notoriamente los precios del barril de petróleo. La subida llegó para quedarse, y se tuvo que digerir por parte de las economías occidentales.
La tercera ha sido una inflación por razón de la escasez, que se produce cuando se incrementa notoriamente la demanda en una materia prima o producto escaso. En este caso, simplemente no hay suficiente producto para atender la demanda y suben los precios. Tal es el caso, por ejemplo, del litio, que ha multiplicado su precio por cuatro en dos años, y que es básico para las baterías de los coches eléctricos. Si, además, resulta que una gran parte de las reservas de litio se encuentran en Rusia y Ucrania, la tormenta perfecta la tenemos servida.
Por tanto, comparar la inflación actual con la de 1985 en España, cuando no pertenecíamos a la Unión Europea, y estábamos saliendo de una economía cuasi autárquica proveniente de la época franquista, con una devaluación de la peseta que había realizado el entonces ministro de Economía, Miguel Boyer, apenas tres años antes, y unos problemas estructurales de primer calibre, no tiene sentido. Aquel 9,9% era hasta bueno, pues veníamos de cifras de dos dígitos que habían provocado la firma de los Pactos de la Moncloa. Lo actual tiene que ver con esos tres tipos de inflación a los que me he referido, y que están actuando simultáneamente tanto en nuestra economía como en la europea.
La solución no está en establecer subvenciones generando más déficit público, aunque haya habido que hacerlo puntualmente para contener la lógica y creciente alarma social con los precios de la electricidad, el gas, la gasolina o los alimentos. Eso no es más que un parche, y…, espero…, que nuestros próceres políticos lo sepan. Si tenemos los tres tipos de inflación actuando simultáneamente en las economías europeas, es preciso atacar a cada uno de ellos con diferente munición.
La inflación monetaria se tiene que solucionar con una subida de los tipos de interés; este mes, no cuando toque reunión en el BCE. Una subida simultánea a la de la FED, tanto en etapas como en importe sería adecuada. La restricción monetaria por subida de tipos, unida al parón en la compra de deuda pública soberana por parte del BCE restringirán la circulación de dinero en los mercados y, por tanto, al disminuir la demanda, deberían bajar los precios. Sí, ya sé que eso supone llamar a la puerta de la recesión, pero es que no estamos ya. Si sube el PIB en términos corrientes un 5%, y la inflación un 10%, no estamos creciendo en el aspecto productivo, sino que estamos disminuyendo el PIB en términos reales en un 5%. Por consiguiente, dejemos de buscar excusas para no subir los tipos de interés; primero se doma al caballo desbocado de la inflación, y luego nos ajustamos para volver a la senda del crecimiento.
La inflación de costes no se puede solucionar, ya que la tiene que digerir la economía. Si el gas, por ejemplo, se ha convertido en un producto oligopolista y los productores (Argelia, Rusia, Estados Unidos, etc.) ponen un precio más alto, pues tendremos que hacer lo mismo que ocurrió en los años setenta con la gasolina: tratar de consumir menos, y negociar contratos estables a medio y largo plazo, amén de tratar de crecer en renovables, pero la subida esta ahí y hay que asumirla. Ello supondrá lógicamente que, si suben los precios de esta materia prima, suban los precios del producto terminado, y entonces llegaremos a la inflación de segunda ronda, que sólo se ha producido parcialmente, cuando las empresas tengan que incorporar ese incremento de costes a la cadena de producción, y los trabajadores y clases pasivas incrementen sus retribuciones para que se pueda mantener su capacidad adquisitiva.
La inflación por razón de la escasez es más difícil de solucionar, ya que lo que hay que hacer es restringir drásticamente la demanda. Y para ello no hay otra que encarecer el producto terminado. Claro, si se incrementa el coste de los coches eléctricos, al final no se los va a comprar casi nadie, por lo que los famosos planes verdes, medioambientales, ecológicos, etc., se irían al traste, y eso no cuadra en las agendas de nuestros políticos. Quedaría la opción de buscar alternativas técnicas que sustituyeran esa materia prima escasa, lo que los economistas llamamos bienes sustitutivos, pero no parece que en algunos productos esta solución esté cercana.
Por consiguiente, nos espera un año 2022 de alta inflación y, dependiendo de cómo se actúa en los próximos meses, los incrementos pararían el año que viene, entre otras cosas porque aunque hayan subido los precios de las materias primas y no disminuyan, tampoco se incrementarán, por lo que la inflación se contendrá por sí misma en términos interanuales (aunque todo valga más), pero si se han actualizado los precios de bienes y servicios de las pymes y los salarios y pensiones, se podría volver a un punto de equilibrio adecuado (si a Putin no se le ocurre invadir Moldavia o Georgia) y, paradójicamente, la situación de las cuentas públicas sería mejor, ya que habría disminuido en términos reales en un 10% la deuda pública española y al ser el IRPF y las cotizaciones sociales un porcentaje de los salarios, se incrementaría por sí sola la recaudación en un 10%.
Por último, pedir que se deje de subrayar el libro de Economía que estudiamos hace treinta años cuando hacíamos primero de carrera. Aquello forma parte de las asignaturas de Historia Económica. Lo que pasa en la actualidad evoluciona y cambia continuamente y tenemos que buscar soluciones sobre la marcha a problemas nuevos. No podemos seguir aportando soluciones antiguas a problemas modernos, sencillamente porque no funcionarán, y acabaremos como el Rosario de la Aurora.
Miguel Córdoba es profesor de economía y finanzas desde hace 33 años y ha sido director financiero de varias empresas del sector privado.
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