Siendo sus hijos pequeños, los llevó a Disneyworld en EEUU. “Les hacía una ilusión tremenda, como a casi todos los niños, y a las 24-48 horas obviamente yo no podía más y me los llevé a ver la casa de la cascada de Frank Lloyd Wright. Cogimos un avión y nos fuimos a Pennsylvania. Me lo han reprochado muchísimas veces: nos sacaste de Disneyworld para llevarnos a ver casas. Eso se hace de manera inconsciente”, comenta Rafael de La-Hoz Castanys, hijo del también arquitecto Rafael de La-Hoz Arderius. Esta anécdota ilustra bien el ambiente en el que creció y en el que han crecido otros hijos de arquitectos de renombre: “No me hice arquitecto por una vocación extraordinaria, sino porque es muy difícil sustraerse a un ambiente. Creo que, junto con la carrera de Medicina, es en la que más transmisión hay de padres a hijos. Me lo han preguntado alguna vez, qué hacéis para que tantos hijos de arquitectos quieran ser arquitectos. Y no lo sé bien, pero creo que es el ambiente, esa falta de distinción entre vivir y el trabajo..”, afirma.
Esto explica que muchos arquitectos vivan puerta con puerta con su estudio. Y si no viven en el mismo rellano de escalera, lo hacen muy cerca.
Cuesta localizar el estudio de Rafael de La-Hoz, nada indica en el portal que allí esté su despacho, ni una placa, ningún elemento rimbombante, pero al abrir la puerta del despacho nos da la bienvenida un impresionante mosaico y unas columnas originarias de Córdoba, herencia del padre del arquitecto.
El lugar donde se desarrolla la entrevista es apodado por algunos de sus colaboradores como el museo mientras que otros lo llaman el trastero, por el desorden que reina que, sin embargo, a De La Hoz no le molesta: “La creación del orden necesita de desorden”, dice. Hay libretas Moleskine, libros sobre cómo aprender francés en 5 días, el título de arquitecto apoyado en una mesa, planos enrollados: de La-Hoz confiesa que él no tiene despacho ni puesto de trabajo asignado y que es más de caminar por el despacho.

¿Hay alguno de sus proyectos que le guste especialmente, que le tenga especial cariño?
No, casi preferiría hablar de los que no me gustan y de los que odio. Pero estaríamos aquí toda la mañana.
El edificio Castelar, ¿le gusta?
Sí. Porque no es mío. Y le tengo mucho cariño porque se comenzó a edificar coincidiendo con mi comienzo de la carrera de arquitectura. Esos años de mi padre, que debía tener unos 50 años, coincidió con su momento más activo y más creativo y yo estaba en la escuela. Tener esa referencia de ir al templo de lo teórico que es la escuela y luego aterrizar en esa pequeña iglesia que es la realidad de la obra. Fue un regalo de los dioses poder ir a una obra tan singular para comprobar que aquello que oía se traducía en eso, lo del oído a los ojos de la obra. Por eso tengo un gran recuerdo, además que es un edificio, en mi opinión, extraordinario.
¿Algún otro edificio en Madrid que le guste mucho?
Madrid tiene una joya en arquitectura extraordinaria que es el Gabinete de Ciencias Naturales o el Museo del Prado de Juan de Villanueva. Yo creo que es, si no el mejor, uno de los tres mejores edificios neoclásicos de la historia. Y luego, casi todos tendemos a mirar con ojos especialmente afectuosos la obra de los que fueron nuestros profesores en la escuela. Es muy difícil evitar eso porque los comprendes mejor, sencillamente.

Y, ¿edificios que le parezcan horribles?
La arquitectura tiene esa servidumbre, no puedes quitarla de cartel, como las obras de teatro, el cine, los libros. ¿Qué fortuna, no? Retirar aquello que el tiempo ha decantado como no adecuado. Hay cosas que hemos celebrado muchísimo en su momento y que el tiempo ha sido un juez implacable y hoy no tienen esa valoración. Han envejecido mal. Por el contrario, hay otras que no se valoraron en su momento. Por ejemplo, el edificio Castelar de mi padre pasó completamente desapercibido si no fue muy criticado y hoy es uno de los más reconocidos de Madrid. ¿Cómo podemos pasar en 40 años y a veces menos de una valoración muy negativa a una valoración muy positiva?
Pero no me ha dicho ninguno que no le guste…
Los edificios que menos gustan a un arquitecto son los que tienen errores ortográficos. Lo voy a explicar. Puede gustarte más un autor literario o esa literatura apresurada que es el periodismo, pero el lector no consiente la falta de ortografía. Cuando un edificio tiene faltas de ortografía, nos resulta deplorable, independientemente del texto. Pero luego hay otro tipo que creo que es muchísimo más perjudicial que son aquellos edificios que están fuera de lugar, que dañan el sitio donde están.

¿Tiene algún objeto fetiche?
Sí, es tremendamente humano, aquellos que has heredado, que te hacen tener un vínculo especial con tu familia. Los útiles de dibujo que mi padre heredó de mi abuelo y que yo heredé de mi padre. También son fetiche por la ansiedad de perderlos y no llegar a transmitirlos. Lo que me emociona es que esos útiles siguen siéndolo y esa utilidad creo que engrandece la profesión. Claro que hemos incorporado los ordenadores y la informática y tantas otras herramientas, pero las herramientas clásicas siguen demostrando su utilidad. A un arquitecto le despojas de sus ordenadores y de sus libros, pero le dejas un lápiz y sigue siendo arquitecto.
¿Es de trabajar con lápiz?
Sí. Me preguntabas antes por qué quise ser arquitecto. A veces he dicho que para tener esas cajas de colores maravillosas que había en las librerías que luego te daba miedo estropearlos. Sólo por tener esas cajas de lápices de colores. Todavía las tengo. Y sacarles punta es maravilloso. El lápiz es un invento fascinante.

El libro España fea defiende que en España hay mucha construcción y poca arquitectura. ¿Comparte esa opinión?
La distinción entre construcción y arquitectura no sé si es muy lícita. Voy a decirlo con literatura que me gusta muchísimo. No todo es literatura, lo que hay es literatura buena y literatura mala. A la arquitectura no tan buena la queremos llamar construcción para distinguirnos todavía más. Bueno, pues le podemos llamar así, pero en realidad sigue siendo arquitectura. Detrás hay un arquitecto. Hay un balance no positivo entre arquitectura mejor y arquitectura no tan buena. Claro, no está equilibrado. Esa arquitectura, buena o mala, debería estar al 50% y sin embargo está muy descompensada. Posiblemente es un 95 no tan bueno, un 80, no lo sé, pero es general, no es patrimonio solo de España. Lo que nosotros sí hemos sido poco cuidadosos con el patrimonio respecto al centro de Europa que lo ha valorado más. Pero debe ser parte del alma española, porque no solamente no cuidamos el patrimonio arquitectónico, sino en general del patrimonio. Todo esto de la ceremonia, el patrimonio, la tradición, no nos gusta, nos va poco y eso nos ha llevado a castigar en exceso los cascos de las ciudades. Cuando caminas por las ciudades, por algunos sitios y sabes no lo que pudo ser, sino lo que fue y ya no es, eso es un dolor especialmente agudo. Madrid no es ajena a eso.


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