Philip Seymour Hoffman y Ethan Hawke se jugaban los cuartos en la pantalla grande. Before the Devil Knows You're Dead, traducida en España como Antes de que el diablo sepa que has muerto, era la principal atracción en las carteleras del Palacio de la Música. Era el último filme del gran Sidney Lumet, pero el reclamo no fue suficiente para atraer al público. Solo 125 personas acudieron al número 35 de la Gran Vía de Madrid aquel 22 de junio de 2008. Ese día el Palacio de la Música cerró sus puertas y así ha permanecido desde entonces.
“Es un edificio realmente singular. En principio se encargó como un palacio de conciertos, de música, pero luego el uso cambió y tuvo que convertirse en un lugar donde se exhibía cine”, relata Eduardo Roig a idealista/news.
Este arquitecto y profesor universitario no puede ocultar su atracción por el inmueble. “Por primera vez en España se exponía cine de una manera muy concreta, como se hacía en Estados Unidos. No se construye un teatro a la italiana, sino que se diseña con las filas de butacas en paralelo a la escena. Supuso la inauguración de una nueva tipología que se repetiría luego en otros edificios como la Sala Capitol”, asegura Roig.
Nos encontramos a finales de la década de los 20 del siglo pasado. La Gran Vía se convertía en el gran hito del urbanismo madrileño y el Palacio de la Música destacaba en la principal avenida de la capital, con más de 6.500 m2 repartidos en tres plantas.
Hasta la llegada del cine sonoro, una orquesta de 80 músicos le puso banda sonora a películas como Napoleón de Abel Gance o El séptimo cielo de Frank Borzage. Más tarde, en sus pantallas, se estrenaron clásicos como La diligencia, Qué bello es vivir o Lo que el viento se llevó.
Además, por su escenario pasaron orquestas y coros dirigidos por maestros de la talla de José Lassalle u Óscar Strauss y músicos tan reconocidos como Manuel de Falla o Lamotte de Grignon.
El edificio fue un encargo de la SAGE (Sociedad Anónima General de Espectáculos) al arquitecto Secundino Zuazo, quien lo concibió como un edificio multifuncional. El arquitecto vasco levantó la denominada Casa de las Flores, un bloque de viviendas edificado en 1932 en el barrio madrileño de Argüelles. En él demostró su aptitud para usar el lenguaje racionalista incorporando elementos tradicionales de la arquitectura española como son patios, soportales y balcones.
Zuazo también destacó como urbanista y fue uno de los responsables de la prolongación de la Castellana y del complejo de Nuevos Ministerios, un proyecto que no pudo terminar tras el estallido de la Guerra Civil y su exilio a Francia. Un equipo de arquitectos afines al régimen acabó el complejo en 1942.
“Zuazo fue una gran figura de la arquitectura madrileña”, afirma Roig. “Es un personaje clave para entender la evolución de la ciudad, desde un momento historicista donde se miraba hacia atrás, para pasar hacia otros derroteros de diseño que tienen que ver con el futuro y la modernidad”, añade.
Desde que cerró sus puertas, hace casi una década, el Palacio de la Música ha estado en el punto de mira. La fundación de la antigua Caja Madrid compró el edificio para crear una sala de conciertos, pero la crisis bancaria se llevó por delante a la entidad, su fundación y el proyecto. Hubo interés por parte de la empresa textil Mango de comprarlo para convertirlo en un enorme centro comercial, pero el proyecto finalmente no convenció al Ayuntamiento tras dos años de conversaciones. Ahora es la Fundación Montemadrid, financiada por Bankia, quien tiene el futuro del Palacio de la Música en sus manos.
El inmueble tiene una protección integral por parte del Ayuntamiento de Madrid que impide que se derribe, pero no está catalogado como Bien de Interés Cultural por parte de la Comunidad de Madrid, cuyo grado de protección es el máximo posible. Aun así, la directora general de Patrimonio de la Comunidad de Madrid, Paloma Sobrini, garantiza que “no se va a tirar. El Palacio de la Música es un teatro y está protegido. Distintos grupos estudian las posibilidades de ese edificio para implantar un uso compatible porque solamente con uso para teatro y cine a lo mejor no es suficiente para mantenerlo”.
Sobrini explica a idealista/news que “no hay peor cáncer para un edificio que el desuso. Al patrimonio, si queremos ponerlo en valor, hay que darle un uso. Para mí, no valen estas personas que insisten en mantener su uso original. Por ejemplo, un monasterio, ¡si no hay monjes! Como sigamos empeñándonos en que sea solamente para monjes, ese monasterio cae y muere. Tiene que existir la flexibilidad suficiente para permitir que se implanten nuevos usos para el edificio porque, si no, mueren”.
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