Desde que la Ópera de Sídney desplegó sus icónicas velas blancas sobre el puerto australiano en 1973, los teatros de ópera han dejado de ser simples escenarios para convertirse en auténticos símbolos urbanos.
Arquitecturas tan reconocibles como el Palau de les Arts de Valencia o la Elbphilharmonie de Hamburgo demuestran que estos edificios pueden definir la identidad contemporánea de una ciudad tanto como su sonido interior.
En esa misma línea se inscribe la Ópera de Oslo, diseñada por el estudio noruego Snøhetta, una obra que cambió para siempre la manera de entender la relación entre la arquitectura, el paisaje y el espacio público.
Fundida con el paisaje
Concebida a orillas del fiordo, la sede de la Ópera y el Ballet Nacional de Noruega fue inaugurada en 2008 tras siete años de trabajo, y pronto se convirtió en un emblema nacional. Su diseño pionero, concebido como una gran superficie inclinada que invita a caminar sobre el edificio, abrió una nueva etapa en la arquitectura escandinava y consolidó a Snøhetta como una de las firmas más influyentes del siglo XXI.
El estudio, cuyo nombre procede del pico más alto de las montañas Dovrefjell, nació con una idea clara: la arquitectura debía dialogar con la naturaleza, no imponerse sobre ella. Con la ópera de Oslo, ese concepto alcanzó una expresión radical.
“En aquel momento, veíamos que los proyectos de construcción no contaban con presupuesto para las zonas exteriores. Dijimos que eso no podía ser, porque estábamos descuidando nuestro espacio público. Así es como acabamos en la Ópera de Oslo, donde no hay diferenciación entre el espacio público, el edificio y el emplazamiento”, explica el estudio.
La estructura, situada justo al borde del fiordo, parece emerger del agua como una gran rampa blanca que se eleva lentamente hasta alcanzar su punto más alto, ofreciendo vistas panorámicas sobre la ciudad y el mar. Su techo transitable, revestido con mármol de Carrara y granito noruego, convierte al edificio en una plaza cívica que invita al paseo y a la contemplación.
El estudio describió el conjunto como “una alfombra de superficies horizontales e inclinadas”, una metáfora que expresa bien su ambición: borrar los límites entre lo arquitectónico y lo natural. En invierno, los habitantes de Oslo acuden a deslizarse en trineo por sus rampas nevadas; en verano, se llena de visitantes, músicos callejeros y bañistas.
Un interior cálido
Si el exterior se presenta como una extensión del paisaje nórdico, el interior de la ópera ofrece un fuerte contraste. Detrás del mármol frío, se abre un atrio bañado en luz natural donde el protagonista es el roble báltico, utilizado para envolver las paredes, los balcones y la gran sala de conciertos en forma de herradura.
La madera, tratada con amoníaco para conseguir un tono más profundo, genera una atmósfera cálida que contrasta con la severidad del entorno ártico. La pieza central del auditorio es una “pared ondulada” que envuelve el espacio como un tambor gigante, mientras una araña contemporánea compuesta por 5.800 cristales y 800 luces LED ilumina el techo con destellos que recuerdan al hielo reflejando el sol del fiordo.
El crítico Jonathan Glancey, en The Guardian, describió la obra como “una declaración poderosa y hermosa, radiante de música y canto, que anuncia la llegada de Noruega como centro cultural”. No en vano, la ópera fue galardonada con el Premio Mies van der Rohe de Arquitectura Contemporánea en 2009 y el Premio Europeo del Espacio Público Urbano en 2010.
Para la presidenta del jurado del Mies van der Rohe, Francis Rambert, el edificio era “más que un simple edificio. Es ante todo un espacio urbano, un regalo para la ciudad”. La Ópera de Oslo transformó una parte de la ciudad industrial olvidada en un espacio con vida que no solo se visita sino que también se habita.
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