
Cualquiera que haya estado en la explanada junto al Sena, a los pies de la catedral de Notre Dame de París, ha sentido esa sensación de estar en el centro de algo, esa emoción de contemplar la historia de una nación y la historia de Europa.
La restauración de este patrimonio gótico y universal ha vuelto a traer al debate la indisoluble relación entre términos como arquitectura, ciudad, urbanismo, historia o civilización. Conceptos que, mal que les pese a algunos, se convierten en una noción o en una idea omnímoda cuando hablamos de Europa y que los españoles trasladamos a América, transformando para siempre su misma esencia, ligando el futuro de sus ciudades al desarrollo de la civilización cristiana occidental.
Y es que las catedrales de Europa, no sólo católicas, sino también las anglicanas, las luteranas, las de cualquier confesión, y tanto las románicas como las góticas, las renacentistas, las modernas, aquellas que comparten la grandeza de religiones hoy tan enfrentadas como la musulmana y la cristiana, como nuestra extraordinaria Mezquita Catedral de Córdoba, todas ellas se constituyen en símbolo de una cultura de más de 1.000 años, todas conforman la esencia de esa cultura.
Por ello no se entiende que algunos pretendan ignorar ese legado, ese patrimonio histórico y cultural que transforma y conforma el origen de occidente, convirtiéndose en incuestionable referente del patrimonio histórico universal.
Marcel Proust definía a las catedrales señalando que “no son únicamente los más bellos monumentos de nuestro arte, son los únicos que viven su vida integral, los únicos que permanecen en relación a la finalidad para la que fueron construidos”.
Más allá de nuestras creencias, de nuestra indiscutible libertad individual e intelectual para definir nuestra relación con la catedral, resulta bastante lamentable que alguno la tilde de “recinto cultural”, tratando de restarle aquella condición universal, que está muy por encima de su apreciación y de su desdén, condición que permanecerá una vez se haya diluido en la nada la aportación de quien así se manifiesta, por mucho que su eventual posición le otorgue un micrófono.
Quien les escribe solo espera que el Plan Nacional de Catedrales, aquel que tuvo su origen, tardío, pero bienvenido, en el año 1997, no sufra demasiado las consecuencias de actitudes sesgadas que piensan que solo algunos aspectos de la cultura han de favorecerse, ignorando así la propia definición de cultura. Cierto es, afortunadamente, que los tiempos de la política son bastante más cortos que los del patrimonio, aunque también lo es que basta una acción para perjudicarlo, en ocasiones de forma irreversible.
Las grandes ciudades europeas nos muestran cómo la arquitectura de las catedrales conforman su urbanismo, condicionándolo en muchos casos, convirtiéndose en núcleo de evolución y transformación, en otros.
Conocí no hace mucho a un guía turístico argentino que desgranaba ante un grupo de turistas las características histórico-artísticas de la Catedral de la Almudena de Madrid. No entraré hoy en el debate sobre la catedral de mi ciudad, pues soy consciente de la mayoría de las opiniones y ocuparía nuestro último punto de encuentro del año llenándolo de desencuentros con aquellos, no pocos y muy cualificados, he de decir, que la llaman de todo menos bonita. Solo apuntaré que nuestra catedral es la perfecta compañera del extraordinario palacio al que flanquea. Llamó mi atención el profundo conocimiento de aquel guía argentino de la historia de nuestra ciudad y de nuestra catedral. Tanto que me acerqué a él cuando observé que terminaba su explicación permitiendo a los guiados hacer fotos aquí y allá. Me contó que era un apasionado de las catedrales y que había estado siendo guía en París, Amiens, Milán, Roma, Sevilla, León, Madrid. Aquel guía me demostró en una conversación de poco más de cinco minutos todo lo que suponen las catedrales. Su influencia en la ciudad que las acoge, su carácter de centro religioso y cultural, de nexo en la evolución de la sociedad que la construye, de centro de actividad económica y asistencial, de vínculo entre ciudades dispares, de centro de control político e ideológico.
Estudiando y analizando las catedrales tenemos la oportunidad de ahondar en todo ello, de conocer todos los aspectos que confluyen en ellas, convirtiéndolas, en importantes períodos de nuestra historia, en símbolos de poder, de preponderancia, de progreso y hasta de modernidad. Al igual que la ciudad, la arquitectura universal siempre estará en deuda con las catedrales.
A lo largo de las sucesivas épocas artísticas han sido las catedrales las que han procurado soluciones arquitectónicas que se han ido incorporando al acervo de su arte, soluciones que aún hoy son practicadas como herramientas que la arquitectura ha ido legando a la ciudad, incorporándolas a las distintas necesidades y funciones urbanas, no solo a las religiosas.
Vivimos una época y en una sociedad en que las humanidades retroceden, ignoradas muchas veces, cuando no atacadas frontalmente. La ciudad en su integridad y, muy especialmente, la arquitectura en particular, tienen la obligación de recuperar la tradición humanista que constituye su mismo origen, tienen que dejar de favorecer el tecnicismo frio y ambiguo que atenaza a las nuevas generaciones de profesionales. Disponen para tan esencial tarea de infinidad de herramientas, siendo una de ellas, a juicio de un humilde estudioso del arte y la historia, quizás intruso, pero nunca ajeno, el estudio y análisis del extraordinario patrimonio cultural que atesoran las catedrales como inmejorable punto de partida para volver a entusiasmar a las nuevas generaciones, para vincularlas a las humanidades como parte integrante y esencial de su profesión.
Seremos todos así capaces de luchar contra algunas paradojas, como el hecho de contemplar generaciones de jóvenes profesionales, técnicamente impecables la mayoría, pero con un alarmante desconocimiento de los aspectos más básicos de la historia cultural de Europa.
En España, más del 80% de nuestro patrimonio cultural está directamente vinculado a la Iglesia, de un modo u otro. Ignorar nuestro patrimonio por concebir a la Iglesia como el enemigo del progreso es tanto como orillar la esencia de nuestra cultura. No hay que estar, ni mucho menos, conforme con los postulados de la Iglesia hoy para admitir lo que nuestro patrimonio y nuestra historia nos dictan. La ideologización de los discursos es lo que más está dañando en nuestros días a las humanidades, a la historia y al arte.
Esa evidencia solo puede deshacerse a través de la formación humanística. La integración de los conocimientos en el acervo personal es lo único que puede destruir la manipulación o tergiversación de nuestras realidades. Mientras entendamos que lo que vemos es manifestación de lo que hoy sucede, sin ir más allá, en lugar de espejo en el que indagar causas, evoluciones o consecuencias, mientras no seamos capaces de evitar ideologías en la indagación de nuestra esencia, estaremos condenados a la evolución sin alma y sin sentido. Entonces hablaremos de evolución, de tecnificación, nunca más de progreso o de humanidad.
No se dude nunca del entusiasmo del que aprende. Esforcémonos por aprender y transmitir a las nuevas generaciones para seguir progresando. Ilusionémonos por enseñar de dónde venimos para saber adónde vamos. No existe mal alumno sino profesor desmotivado, nos decía un jesuita con quien aprendí a descubrir el arte en mi niñez. Mientras escribo este Punto de Encuentro viene a saludarme mi hijo, universitario enfrascado en sus estudios de relaciones internacionales. He estado un rato conversando con él sobre esta tribuna. Hemos empezado hablando de catedrales y relaciones internacionales. La conversación ha descendido a las profesiones y oficios que poblaban hasta hace muy poco nuestras catedrales. Porque la catedral es, sí, la cátedra o asiento del obispo y la sede de la comunidad diocesana, pero en ellas se movía una pléyade de oficiales, artesanos y profesionales que constituían su estructura.
Aparejador, maestro de obras, peones, escribano, portero, alcalde de la torre, campanero, maestro de órganos, librero, escritores de libros de canto, encendedor, afinador, ropero, pintor, vidriero, bordador, tapicero, cerero, alcalde de letrinas, alcalde de cantería. Ahora estamos hablando de la Catedral de la Almudena. Imaginan bien. Explicándole mis razones para considerarla mucho más bella de lo que muchos consideran.
Concluyo. No nos acomodemos en la corriente que nos empuja. Quitémosle razón al poeta romántico Heinrich Heine. Este, cuando un amigo le preguntaba por qué no se construían en los albores del siglo XIX catedrales tan grandes y hermosas como las famosas catedrales góticas, le contestaba: "Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una opinión".
Marcos Sánchez Foncueva es uno de los mayores expertos en urbanismo y suelo de España. Abogado urbanista, toda su carrera profesional ha estado ligada al urbanismo y al sector inmobiliario. Ha liderado las Juntas de Compensación de Sanchinarro, Valdebebas y Los Cerros, entre otras. Es miembro del Comité Ejecutivo y coordinador de la mesa de urbanismo en Madrid Foro Empresarial.
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