Están siendo días complicados para España. Difíciles, muy duros para los que han sufrido la devastación en Valencia o, en menor medida aunque igual de trágica y penosa, en Castilla-La Mancha o Andalucía. Sus consecuencias son difíciles de digerir para la sociedad española que no comprende lo que sucede, que no llega a asimilar, no tanto el desastre, no tanto lo inevitable y aterrador de la fuerza del agua, de la naturaleza, cuanto el colapso de sistemas de prevención probadamente inadecuados, la inoperancia de la administración territorial y estatal, el desamparo ante el desastre.
A nadie consuela el sofisma de la inevitabilidad de la catástrofe natural porque no es más que eso, un argumento falso y repetido con apariencia de verdad. Si no en cuanto a la inevitabilidad de la producción de la DANA, sí en cuanto a los mecanismos y medidas de mitigación del riesgo, a las estrategias predictivas, preventivas y correctoras. No existe razón que disculpe su ineficacia y ello debe invitar a la sociedad española a una serena y profunda reflexión. Más allá de responsabilidades de unos y otros, hemos de centrarnos ahora en nuestras circunstancias concretas y en la realidad de los riesgos que enfrentamos.
España tiene que aceptar con serenidad y trabajo los retos planteados, so pena de convertir nuestro desolador y reciente fracaso en el germen de una sociedad fallida, a merced de su propia inoperancia. Tiempo habrá de depurar la responsabilidad en la gestión del desastre. Ahora bien, desde el punto de vista de quien les escribe, no servirá buscar la responsabilidad del gestor si no se investiga y se depura, si no con carácter previo al menos sí de manera paralela, la responsabilidad del sistema mismo.
Como profesional del urbanismo, como gestor urbano dedicado a generar ciudad y a mejorar la existente, me veo en la obligación, como tantos compañeros con los que he tenido la oportunidad de hablar estos días, de aportar lo que pueda, fomentando y procurando esa reflexión, urgente, sí, pero serena y analítica.
Los desastres o catástrofes naturales producidas por las inundaciones son las que en España han generado mayor número de víctimas mortales y mayores pérdidas económicas. Estas fatales repercusiones socioeconómicas ni son propias del momento presente ni son privativas de España, son una constante en todo el planeta. Son un fenómeno global. Ahí tenemos, por buscar un ejemplo paradigmático que inició una profunda reflexión a escala planetaria, la inundación provocada por el río Yangtse Kiang, en China, en 1931, con cerca de cuatro millones de víctimas y más de veintiocho millones de afectados.
En España, durante el Antiguo Régimen, se produjeron multitud de calamidades relacionadas con inundaciones y fenómenos meteorológicos adversos. Nuestro entorno, nuestro medio ambiente, fuertemente antropizado desde el neolítico, con las peculiaridades de la producción agraria de la cuenca mediterránea, unidas a la falta de medidas higiénico-sanitarias, a unas infraestructuras urbanas básicas muy deficientes y a la escasa calidad de las viviendas, incrementaban y multiplicaban los efectos de aquellos desastres naturales. Desde entonces hemos avanzado y no poco, como veremos ahora. Razón de más para que intelectualmente el shock de las últimas y trágicas inundaciones se multiplique hasta lo intolerable.
Conoce bien el lector que siempre comienzo mis análisis hablando del pasado, de la Historia. Es el pasado el que nos muestra y ofrece la información acumulada, la experiencia y la memoria necesarias para construir y actualizar el conocimiento con el que afrontar retos y enfrentar amenazas. Eso ha sabido asimilarlo la ciencia del riesgo, aplicando el conocimiento de los desastres ambientales y las informaciones recabadas a la ideación, proyección y desarrollo de escenarios de futuro. Disponemos de la extraordinaria potencia de los Sistemas de Información Geográfica para medir los impactos que generan las inundaciones y sus efectos adheridos. Hoy esos SIG se han convertido en herramienta esencial para la prevención de riesgos naturales. Gracias a la integración de toda la información disponible, permiten su conversión en fuente de conocimiento preciso, detallado y eficaz sobre las amenazas que implican a cada territorio y su vulnerabilidad ante los diferentes riesgos, todo ello expresado en la elaboración de cartografías temáticas y/o transversales, capaces de explicar y anticipar tales riesgos.
Hoy podemos medir la profundidad del agua en las avenidas, su permanencia temporal conforme al tipo de suelo, la velocidad de la corriente y su capacidad erosiva, máxima y relativa, el arrastre de sólidos y su volumen, composición y depósito, o cuándo, cómo y por qué se generan otros fenómenos geológicos asociados, como los movimientos de ladera o la silenciosa y peligrosa sufusión.
En términos económicos, los riesgos por catástrofes o desastres naturales son un pasivo contingente y, en consecuencia, un riesgo soberano para los distintos gobiernos y administraciones, lo cual hace absolutamente imprescindible una adecuada evaluación de las pérdidas potenciales en diferentes escenarios. Esta evaluación, concebida como procedimiento y como metodología incorporada a la gestión, que integre un análisis continuado retrospectivo y prospectivo de los riesgos y que posibilite una valoración previa y precisa de aquellos es, por desgracia, rara avis, prácticamente inexistente, en nuestro sistema.
Existen importantes y muy sólidos avances entre las técnicas para analizar la peligrosidad de las inundaciones y pueden establecerse, cuando hay voluntad para ello, claro es, procesos y herramientas para utilizar estas técnicas de forma integrada y complementaria. Ninguno de estos grupos de técnicas y sus extraordinarios avances (históricas y paleohidrológicas, geológicas y geomorfológicas, e hidrológicas e hidráulicas) es prescindible en el establecimiento de procesos y medidas de mitigación, calificándose estas como predictivas, preventivas y correctoras. Y aquí entra en juego la ordenación del territorio y el urbanismo como herramienta esencial y sumamente eficaz, siendo su naturaleza la de medida preventiva de carácter no estructural.
El lector me perdonará cuando recurro a una tabla explicativa en una tribuna de opinión, pero es esa, precisamente, la intención de quien les escribe con el cuadro adjunto, la de matizar o encuadrar opiniones. Repasen los comentarios, las tertulias, los debates de estos días al respecto de la terrible DANA. Más allá de aquella búsqueda de responsabilidades, convendrá conmigo el lector en que casi todo el debate se ha centrado, y de manera poco precisa o vaga, en el funcionamiento de las medidas correctivas. Y ahí es donde se concentra la inversión anunciada por la administración estatal, olvidando el resto. Gravísimo e inaceptable error. Matizaré esta sentencia cuando vea un programa de verdad ambicioso, que implique actuaciones e inversiones en los tres grupos de medidas paliativas. Consideraré mi fortuna si se evidencia mi equivocación. Y no se dude de mi intención. Por supuesto que la reconstrucción es prioritaria y obliga a toda España y a todos los territorios.
Pero apostarlo todo a la reconstrucción será poner una tirita en una herida que hay que coser. No todo riesgo ni toda amenaza debe, necesariamente, conducir a un desastre, si se hacen bien las cosas. La sociedad española debe pelear contra el sofisma de la inevitabilidad. Lamentablemente la inmediatez de la política no ha querido hasta el momento ver la importancia de una inversión potente y bien programada en medidas predictivas capaces de aprovechar el inmenso potencial de la tecnología, ni se ha apartado de la idea de la escasa rentabilidad electoral que resulta de la inversión en medidas preventivas estructurales o ingenieriles realmente eficaces, cuya previsión y ejecución sobrepasa el escueto tiempo de la política y absorbe una ingente cantidad de fondos y recursos, aun así inferior, demasiadas veces, a otras inversiones y a otros gastos, más apreciados por una sociedad tantas veces dormida ante su propio futuro.
Desciendo ahora a dos medidas preventivas no estructurales esenciales: la ordenación del territorio y el urbanismo, por un lado, y la imprescindible educación y formación, por otro. La ordenación del territorio y el urbanismo se constituyen en herramienta primera para la reducción de los riesgos de inundación. La clasificación del suelo y la calificación de los usos permitidos posibilitan reducir la exposición de las zonas más peligrosas, disminuyendo o evitando su vulnerabilidad, definiendo usos, preservando suelos, estableciendo medidas de protección, definiendo estructuras, intensidades, tipologías edificatorias. Para ello es absolutamente imprescindible incorporar en la ordenación de los distintos suelos la cartografía de riesgos generada por aquellos SIG que antes refería. Por su parte, la evaluación ambiental estratégica del planeamiento urbanístico se constituye como el marco jurídico preciso para abordar los riesgos naturales y debe ser la encargada primera de implementar e incluir en el planeamiento municipal las referencias a la mitigación de riesgos que se recojan en las diversas leyes del suelo, de aguas o de protección civil. No tengo espacio para referir hoy la necesaria evolución que debemos operar en nuestro urbanismo respecto a la evaluación ambiental, perdida hoy en procedimientos eternos, demasiado poco eficaces las más de las veces.
Concluyo con otra esencial, prioritaria para quien les escribe, medida paliativa preventiva no estructural. La formación. Evidentemente la educación en riesgos de inundación es muy escasa o inexistente en las aulas. Esto debe cambiar. Nuestro país es uno de los más expuestos de la cuenca mediterránea y del mundo a este tipo de catástrofes. La formación incluye la educación en riesgos y en realidades. Eso sí, el peligro de convertir las aulas en sede de adoctrinamiento es alto y debe evitarse. En todo caso, debemos formar a nuestros hijos y ello es inexcusable más allá de este y de otros peligros a los que nos enfrentemos. Algún querido amigo me ha tachado de “abstencionista”. Y ello porque quien me conoce sabe bien que no soy negacionista.
El cambio climático es un hecho incontestable. Su aceleración paulatina y progresiva, también. La antropización del planeta es evidente que está actuando como catalizadora y propagadora del cambio. Pero no puedo explicar que las inundaciones, las muertes, los desastres, las catástrofes que produce ese cambio climático, cada vez más frecuentes y con mayores índices de devastación, son culpa del hombre y que es el ser humano quien está ocasionando los desastres y está destruyendo el planeta. No sería verdad. Sí puedo, podemos, formar, educar, explicar desde el análisis, procurar, promover, decidir acciones que no aumenten nuestros efectos negativos sobre el planeta, muchos y muy poderosos, aunque nunca exclusivos del ser humano. Debemos educar para prevenir y educar para ayudar. El educar para culpar lleva a la más tenebrosa melancolía y, mucho peor, a la inacción y al desánimo, a aceptar y asumir, en última instancia, el odioso sofisma de la inevitabilidad.
Marcos Sánchez Foncueva es uno de los mayores expertos en urbanismo y suelo de España. Abogado urbanista, toda su carrera profesional ha estado ligada al urbanismo y al sector inmobiliario. Ha liderado las Juntas de Compensación de Sanchinarro, Valdebebas y Los Cerros, entre otras. Es miembro del Comité Ejecutivo y coordinador de la mesa de urbanismo en Madrid Foro Empresarial.
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