
En mi casa acabamos mayo como en la casa de todos los españoles: saturados. Agobiados. Al borde del desquicio. Algunos le echaron la culpa al encierro. Otros, lo más atrevidos, a que todo era un invento de Bill Gates, que nos quería controlar con la vacuna del covid-19. Y luego estábamos nosotros, que teníamos una culpable claramente ganadora de nuestro malestar durante el estado de alarma: nuestra casa.
Así, lectores, fue como nos embarcamos en la búsqueda de nuestro primer piso de compra y en una reforma integral para dejarlo a nuestro gusto. También, de paso, os explicaré como acabamos un poco más locos que antes de la pandemia, y como las restricciones de movilidad y el cierre de tiendas nos hicieron pasar tres de los meses más complicados (logísticamente hablando) de nuestra vida. Pasen y lean.
Os pondré en antecedentes. Vivimos (porque si estáis leyendo estas líneas en marzo de 2021, aun no hemos conseguido mudarnos) en un piso enorme. Es luminoso, con cuatro habitaciones y en un barrio de lo más normal en Barcelona. Tiene una terraza en la que no da el sol, pero es amable, tranquila y, para que engañarnos, nos ha librado de un encierro claustrofóbico durante la cuarentena. Es de alquiler, y el precio que pagamos no es exagerado, pero todo (todo) es de origen, y con casi 35 años y una familia, empiezas a pedirle una serie de comodidades a lo que consideras tu casa.
Cada noche, hablábamos de lo que sería tener un piso en el que entrara sol. Que no fuera muy grande, pero que tampoco fuera muy pequeño. Con una habitación para nuestra hija, una de matrimonio grande y un vestidor nos conformábamos. Le dábamos muchísima más importancia a que tuviera un comedor grande y un lavabo mediano, pero el mayor requisito era que tuviera una cocina bonita (además de escribir, a uno le gusta jugar a ser un MasterChef en sus ratos libres), así que nos hicimos la pregunta. “¿Y si empezamos ya a mirar un piso que sea nuestro?”. Y así comenzó esta aventura.
Lo primero que hicimos fue activar alertas en idealista con la zona en la que buscábamos, el precio máximo que podiamos pagar y las características que necesitábamos que tuviera el piso como indispensables. No sé si los que me leen ya han comprado su primer piso o están en ese proceso, pero os daré un consejo: rebajar vuestras expectativas al mínimo. Si luego suena la flauta y las superáis, genial. Pero intentar concienciaros de que os tendréis que conformar con lo justo y necesario. Luego, siempre podréis moldear a vuestro gusto el piso con una obra faraónica (como es nuestro caso y que acabó con sangre, sudor y lágrimas).
Una mañana de octubre nos llegó a los dos una notificación al móvil. Era una alerta con un piso nuevo. La verdad, es que siempre estábamos atentos a las alertas, pero aun no había llegado ninguna que se posicionara como un piso a tener en cuenta. O no les daba el sol como queríamos o la zona no terminaba de convencernos o, simplemente, el piso era feo (que, para que nos vamos a engañar, hay pisos que ni con una reforma integral te entraría por los ojos). Pero este tenía ese “algo”.
Estaba a dos calles de donde vivimos, pero con unos servicios superiores a los que tenemos ahora. Una boca de Metro a 30 segundos, tiendas, el mercado del barrio, farmacias, paradas de autobús… todo a dos pasos. Y eso solo en cuanto a la ubicación. Si nos centramos en la estructura del piso, nos enamoramos a primera vista: tres habitaciones (de las cuales una iba a destinarse a vestidor), una cocina con muchas posibilidades, un lavabo que no era ni muy grande ni muy pequeño, y un comedor en el que nos daría el sol, al menos, medio día.
La finca era de 1980, pero había sido reformada entera hacía menos de diez años y contaba con un ascensor recién instalado. Lo que más nos gustó es que nuestra terraza daba a un colegio, lo que significaba que teníamos privacidad y que los fines de semana y los meses de verano íbamos a poder estar la mar de tranquilos. Además, estaba todo de origen, por lo que podíamos negociar el precio y dejarlo todo a nuestro gusto. ¿El problema? Estábamos en plena pandemia y los dueños vivían en el norte de España… la negociación sería, cuánto menos, singular.
Lo fuimos a ver y, obviamente, nos enamoramos. La luz que entraba y las posibilidades del piso nos dieron muy buenas sensaciones. Nos miramos y pensamos lo mismo: este era nuestro piso. Debo añadir que este piso lo queríamos comprar para utilizarlo, como lo llamamos nosotros, de “piso trampolín”. Esto, en la jerga de mi mujer y mía, es vivir en el un mínimo de ocho años, pero un máximo de doce, y dar el salto al piso o casa de nuestros sueños. Ya os contaré dentro de unos años en qué quedó esto…
Volviendo al piso. Sabíamos que este era el adecuado, pero ahora teníamos que negociar. La API que nos atendió nos comentó que la primera opción de la propiedad era alquilarlo, pero que visto como estaba la situación preferían desprenderse de la obligación y venderlo. El precio que pedían era algo superior al que teníamos en mente pagar, pero hicimos una oferta.
A partir de este momento, entramos en un bucle de llamadas a los propietarios, bancos, administradores de fincas y amigos para que nos aconsejaran. ¿Lo que pasó? Os lo cuento en el próximo episodio...
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