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El boom silencioso de los trasteros: por qué atraen tanto los ‘self-storage’ al inversor inmobiliario
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En muchos pisos de Madrid o Barcelona la escena se repite: bicis en el pasillo, maletas eternas en la habitación de invitados, cajas de mudanzas que llevan años sin abrirse. El m2 residencial está caro, los pisos son pequeños y la gente tiene más cosas que nunca. La solución, cada vez más, no está dentro de casa, sino en un bajo de barrio, una nave reacondicionada o un edificio anónimo junto a la M-30: los trasteros. Y a su alrededor, un negocio que ha dejado de ser residual para convertirse en uno de los juguetes favoritos del capital inmobiliario. 

España se ha colado en el mapa europeo del ‘self storage’ como cuarto mercado por volumen, con unos 1,9 millones de m2 de superficie y una cuota de alrededor del 11,6% del espacio total del continente, según CBRE y Fedessa. La ocupación ronda el 70%, con rentas medias cercanas a los 295 euros por m2 y año, cifras que hablan de un activo estable, con demanda recurrente y recorrido de crecimiento en comparación con otros mercados más maduros.

A este contexto se suma un dato que ayuda a entender por qué se ha “viralizado” la palabra trastero entre inversores: en 2025, el propio sector estima que el mercado español podría superar los 400 millones de euros anuales de facturación, todavía muy lejos de otros países europeos, pero con expectativas de crecimientos de doble dígito en los próximos años. Para un activo que hace nada ni siquiera aparecía en las presentaciones de producto de muchas consultoras, es un salto cualitativo.

El anuncio más reciente lo han protagonizado Crossroads y Box Infiniti, que acaban de sellar una alianza con una nueva plataforma de trasteros urbanos en la que Crossroads toma el control y se compromete a invertir 100 millones de euros en cinco años para adquirir, desarrollar y operar un porfolio de self storage en España. La operación se presenta como una apuesta firme por uno de los segmentos alternativos más dinámicos del momento.

Pero el movimiento de Crossroads no llega en vacío. Un año antes, el fondo británico BC Partners entraba en el capital de Cabe, la división de trasteros urbanos de Renta Corporación, con un plan claro: invertir 40 millones de euros en tres años para pasar de 20 centros a 80, en ciudades clave de todo el país. A este impulso se ha sumado otra operación de perfil internacional: PGIM Real Estate ha ampliado su alianza con Pithos para desplegar en España la marca suiza Zebrabox, con una cartera inicial de diez instalaciones en Cataluña y un plan de expansión que suma activos en Andalucía y Comunidad Valenciana, todos bajo estándares de eficiencia y gestión activa.

En paralelo, los operadores locales continúan ampliándose a base de inauguraciones. Globalbox, por ejemplo, ha abierto un nuevo centro de más de 8.000 metros cuadrados y unos 1.600 trasteros en Vallecas, elevando su red a diez centros y más de 40.000 metros cuadrados en Madrid. Y por debajo del radar institucional se mueve otro fenómeno: el de las plataformas de financiación participativa, que han levantado capital para decenas de proyectos de trasteros en áreas urbanas, con rentabilidades que en algunos casos superan el 14%, atrayendo a pequeños ahorradores que buscan entrar en el ladrillo sin asumir grandes tickets.

Si se ponen todas las piezas sobre la mesa, el dibujo es claro. Solo con las grandes plataformas anunciadas públicamente en los últimos años (los 100 millones comprometidos por Crossroads y Box Infiniti, los 40 millones previstos por BC Partners para escalar Cabe, el despliegue de PGIM y Pithos con Zebrabox y la expansión de operadores como Globalbox) el capital comprometido en el self storage español supera con holgura los 150 millones de euros, según una estimación basada en los planes de inversión conocidos. No es una cifra oficial ni cerrada, pero sí una aproximación realista al volumen que se está moviendo.

La pregunta es inevitable: ¿por qué tanto apetito por un activo tan poco glamuroso como un pasillo de chapa con puertas numeradas? La respuesta tiene varias capas. La primera es puramente residencial: pisos más pequeños, alquiler más caro, más teletrabajo y más necesidad de despejar la vivienda. El trastero pasa de ser un “extra” a convertirse en un servicio básico para familias, autónomos y pequeños negocios. La segunda es financiera: frente a la vivienda, con precios altos y regulación creciente, el trastero ofrece un acceso económico, costes de operación reducidos y márgenes que, bien gestionados, pueden moverse en rentabilidades de dos dígitos.

La tercera capa tiene que ver con la profesionalización. Lo que antes era un semisótano mal ventilado hoy son centros automatizados, con control de accesos por ‘app’, videovigilancia 24/7, cerraduras electrónicas y modelos de gestión digitalizados. El negocio se acerca más a la lógica de un activo operativo escalable que a la de un simple inmueble dividido en boxes. Para un fondo significa escalabilidad; para un pequeño inversor, un producto sencillo de entender y con demanda estable.

Hay también una cuestión de ciclo. Con la vivienda sometida a incertidumbre regulatoria y la logística compitiendo por suelo y rendimientos, los trasteros han encontrado su hueco como activo alternativo defensivo: ticket pequeño, ocupación resistente, poca sensibilidad a los tipos y capacidad de ajustar precios. De ahí que varias estrategias value-add europeas estén centrando sus planes en comprar edificios ya existentes, reposicionarlos como centros de self storage y mejorar ingresos mediante gestión activa.

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